Bogotá, 1983
Mientras el rinoceronte es un animal mítico, que sólo se encuentra en los dibujos de Durero y en los zoológicos, la mosca es un animal cierto, un animal real. Esa característica la hace aborrecible, la convierte en un habitante más del vecindario, que debe ser asesinado. Todos hemos sido asesinos de moscas, hemos descargado sobre ellas la pequeña venganza de la sanidad pública, que las ha encasillado en la categoría de los elementos antisociales, sometidos a las enérgicas normas del Código Penal. La “mosca en leche” es el despropósito de una sociedad que no consume leche pero que la defiende como la imagen previa de los niños rozagantes que pueden ganar el concurso del bebé sano. Así pues, hemos puesto a las moscas al margen de la leche, lo que dentro de la tabla de valores de Occidente quiere decir que las hemos puesto al margen de la nutrición y de las justas olímpicas. Además, mientras nos llenamos la boca de palabras y pasteles, las moscas han quedado fuera. “En boca cerrada no entran moscas”, constituye una agresión del lenguaje contra ese sano ejemplar zoológico que, por lo mismo, ha quedado fuera de la palabra. Se ignora cuál sea el condicionamiento colectivo que ha determinado el rechazo general a las moscas. Pero ese refrán, que se originó en Castilla en el siglo X, bien habría podido limitarse a los unicornios, los dragones, los centauros o las sirenas, animales que poblaban más asiduamente el universo medieval. Propongo que de ahora en adelante se diga “en boca cerrada no entran caballitos de mar”, aunque ya el asunto carezca de importancia por cuanto la mosca no pudo ser condenada al silencio sino que, antes bien, se inventó su propio lenguaje sin necesidad de pedir favores, de golpear a la puerta de bocas herméticas para que le abrieran y la dejaran entrar, y hablar. Las moscas no requieren de la palabra ni de la escritura ni del gesto. El lenguaje de las moscas va más allá. Es, cualquiera puede verlo, un lenguaje geométrico, que se anticipa al de las computadoras y que sólo podrá ser descifrado cuando en éstas se adicionen varios elementos que todavía escapan a la limitada inteligencia del ser humano. Quino, el autor de Mafalda, quien se atrevió a calificar a las moscas como “bichos” por boca de su pupila, ignoró por completo que esas maravillosas máquinas de pensar chocan persistentemente contra el vidrio de las ventanas no como una enfermedad psicótica sino como una manera de decir. Necesitaríamos un Pavlov que investigara con paciencia ese vuelo exquisito y silencioso que antecedió siglos de siglos a la imagen que se desprende de la punta de la batuta de un director de orquesta. Pero digo mal. No de un director de orquesta, sino del director de orquesta por antonomasia, de Beethoven sordo mientras dirigía quince o veinte compases adelante uno de sus más famosos conciertos, hasta terminar en el desastre total. La batuta de Beethoven es a la música lo que la mosca es al lenguaje. Si la batuta hubiera correspondido en esa ocasión memorable a la orquesta y la orquesta al público iracundo del teatro, hubiera podido decirse que su lenguaje era gestual. Pero no. Se trataba de una premonición, de un anticipo, de una especie de milagro, en fin, de un lenguaje de moscas en su lucha feroz contra los vidrios. Las moscas –como Beethoven– van adelante de su época porque son, a no dudarlo, el espíritu de la época. Si fuera posible ubicarlas dentro de una categoría literaria contemporánea, serían los cronopios del siglo XX, poniéndoles con sus seis débiles patas una irreverente zancadilla a las bípedas famas, solemnes y atildadas sobre su pedestal de estatua. Por eso, como vivimos los últimos rezagos de la edad de la razón, no puede decirse con todo el énfasis necesario que las moscas sean la libertad. Es imposible llegar a tanto. Dentro de la tesis de Bergson según la cual no hay orden y desorden sino orden y otro orden, las moscas serían el otro orden. Así pues, si quisiéramos ser consecuentes con nuestra actitud ante la vida y con el respeto que debemos a esta especie histórica, deberíamos situarlas un poco más abajo del cóndor del escudo, en cuanto hemos rebasado, por fortuna, el rígido orden de la patria boba para colocarnos dentro de un nuevo territorio. Bajo el cóndor, el lema del escudo tendría que rezar: libertad y moscas, sólo como un anticipo de lo que deberá decir cuando encontremos un verdadero espacio filosófico, en el cual pueda desenvolverse nuestra real razón de ser y de existir: moscas y orden, que será algún día la síntesis del ideal republicano.
Por ahora basta decir que la mosca es el animal que mejor interpreta a la América Latina , mientras que el bisonte es la síntesis de Norteamérica, el canario enjaulado la de Europa , el hipopótamo la de la Unión Soviética y sus países aledaños, el avestruz la de Oceanía y el antílope la de África. La mosca es una piedra en el zapato de la historia, así como Latinoamérica es una piedra en el zapato del mundo. Es difícil que éste se amolde a nuestra tozudez, a nuestra impertinencia a toda prueba, a nuestra insistencia hasta el cansancio. Se piensa aún que somos una sociedad artesana, rezagada en el tiempo. Por el contrario, somos una sociedad a la manera de las moscas, lo que traduce, una sociedad impertinente, una sociedad irreverente, donde la fuerza está centrada sobre lo inútil y la poca energía se gasta en un terrón de azúcar o en un montón de desperdicios. Mientras el resto de países viven el tiempo de la abeja y de la hormiga, nosotros avanzamos en el de la mosca, que apenas comienza a adquirir sus propios perfiles. Pero es necesario recordar cómo la antigua Apis , situada entre otras dos constelaciones menores bajo el Centauro, cambió su nombre en momento oportuno para llamarse como hoy se llama: Mosca. Esta constelación sin disciplina, formada por esas trece estrellas mágicas que se ven en las noches cerradas como puntos de referencia para quienes no soportamos a la Osa Mayor , indica bien cuál debe ser la actitud del ser humano ante estas categorías zoológicas. Entre la abeja, sometida y estricta, y la impertinente mosca zumbadora; entre la hormiga, gregaria y limitada, que trabaja toda la vida hasta morir bajo la suela de un zapato, y la mosca que, como la cigarra, canta el verano entero, nosotros nos quedamos con la mosca. Definitivamente , nosotros somos del tiempo de la mosca.
Así pues, la asepsia no tiene nada qué ver en este asunto. A las legiones de baygón compuesto nosotros oponemos el campeón de peso mosca. Y nos entusiasma que la mosca sea, como lo reconoce la enciclopedia, el primer agente transmisor de microbios. No se trata de una acusación. “Ser hombre es estar enfermo”, dijo Naphta. Y es por este camino por donde las moscas ayudan a que los hombres comiencen a volverse humanos.
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