jueves, 10 de junio de 2010

De cuando yo sabía escribir: "Los desaparecidos"

Fernando escribió. Marcela, Armando, Pancho contestaron.

Fernando:
No puedo negarlo: estoy emocionado. La condena de Alfonso Plazas Vega por los hechos del Palacio de Justicia abre una pequeña puerta hacia la esperanza. Por eso me dediqué a buscar en mis viejos archivos (en una carpeta que he llamado "Cuando yo sabía escribir"), hasta encontrar esta crónica. La publicó "El Espectador". ¿Su título? "Los desaparecidos". ¿Le fecha? Noviembre 6 del año 2000, quince años después de la tragedia que partió en dos la historia de Colombia.
Les envío estas pocas palabras con mi emoción y mi amistad,
Fernando


Los desaparecidos


El hombre mira por la ventana. Es un amanecer de oprobio. Detrás de la espesa infaltable llovizna de cada día y del vaho de los cristales, la casa gris del otro lado de la calle parece mucho más cerca. Es posible que ya haya pasado el carro del pan y que la muchacha que corre por la acera con breves saltos precisos para eludir los charcos, lo encuentre todavía caliente cuando pida su desayuno en la cafetería. Él sabe que es noviembre y que un día de estos tendrá que ordenar los papeles. Los hay aquí y allá, regados sobre las mesas, sobre los taburetes. Oye detrás la leve respiración de su mujer. Dentro de uno o dos minutos la misma eterna frase repetida le indicará que comenzó el día, su día. Oye también el perezoso despertar de las cosas, la madera que cruje, la cerradura que no funciona, las rosas que se conservan milagrosamente intactas y expelen una tímida tenue fragancia que compite con los demás olores de la habitación, que él sabe suyos, a los que está tan amorosamente atado.

–Anoche soñé con él –dice la mujer–. Sé que está vivo.
–Quién sabe –contesta el hombre–. Hoy se cumplen quince años. Uno pierde hasta la esperanza de tener esperanza.
–A mí es lo único que me queda –dice ella–. Y Dios. Voy a rezar.

Hoy, quince años después, cuando pase la lluvia, el día volverá a ser como otro cualquiera. Esta es una ciudad enorme e inhumana. Cada cual vivirá su delirio, irá en bus, hablará con sus amigos, alguno llamará por teléfono o se sentará en la banca de un parque a examinar con cuidado el torpe transcurrir de las palomas, el de más allá pedirá una cita al médico o comprará unos zapatos con los que comenzará a dar un paso, y otro y otro y otro paso, este (o esta) hablará con el ser que ama y a las doce, para simular que tiene trabajo, saldrá apresurado de cualquier edificio. Cada uno es un enigma para el otro y para cada uno el gesto de sí mismo es un enigma.

Él, Enrique, le habla a la desolación esa mañana. Sabe muy poco de los demás, tal vez en este momento alguno prepare su nuevo matrimonio para convertirlo en un acontecimiento, tal vez otro haya muerto o esté enfermo o quiera ser presidente o se haya retirado a rumiar abandonos y recuerdos. Él está aquí, en esta habitación llena de papeles, persiguiendo a su hijo.

Su mujer cree verlo en los mendigos: lo torturaron y él enloqueció y lo dejaron por ahí y es necesario encontrarlo para que vuelva a sentarse a la mesa y a conocer su nombre y apellido. Puede ser, dice él, podría ser, pero sabe que no, sabe que ese día, 6 de noviembre, cuando el Ejército entró al Palacio y lo capturó gritándole que era cómplice sin qué él supiera de qué podía ser cómplice, y comenzó a pegarle para que entregara las armas y lo arrastró en su turbión de odio y de violencia, sabe, digo, que ahí lo perdió para siempre.

Recuerda. El 6 de noviembre de 1985, por la tarde, corrió hasta el Palacio. Era el caos. Lo único que pudo hacer fue gritar el nombre de su hijo: Carlos Augusto Rodríguez Vera, el cargo de su hijo, administrador de la cafetería. Pero en medio del fuego y de la muerte nadie pudo oír nada más. Nadie supo, por ejemplo, que él era estudiante de Derecho, que se había casado con Cecilia Cabrera, una muchacha oriunda de Pasto, y que hacía algo menos de un mes que habían tenido una niñita, Alejandra, a la que todavía le faltaba un año para decir papá y otras palabras. Nadie supo tampoco que Cecilia trabajaba con su marido y que estaba en licencia de maternidad y que para reemplazarla emplearon a Cristina del Pilar Guarín Cortés quién siguió el rastro de los desaparecidos.

El 8, en las inmediaciones del Palacio se encontró con un viejo amigo suyo, teniente del Ejército. Con él entró y con él fue hasta el sitio de la cafetería. Allí todo estaba en orden. En la pequeña habitación donde se cambiaban los empleados, la ropa estaba cuidadosamente colgada. Salieron. En ese instante bajaban gran número de cadáveres del 4° piso. Estaban en bolsas. Entonces llegaron los bomberos y comenzaron a regar lo que se suponía eran cuerpos, con grandes chorros de agua. “¡Por Dios! –les gritó–, ¡van a destruir quién sabe cuántas pruebas!”. Pero ellos siguieron. Vio cómo trataban los cadáveres: a las patadas, cómo los botaban a una volqueta igual que bolsas de basura. Salió horrorizado. En la Plaza de Bolívar se encontró con Hisnardo Ardila, alcalde de Bogotá, que, como él, era de Zapatoca. “¡Están acabando las pruebas! –le gritó–. ¡Por favor, haga algo!”. El hombre siguió impertérrito. Después se tropezó, de manos a boca, con una empleada del Fondo Rotatorio. “Doctor Enrique –le dijo ella–, ¿en qué puedo ayudarle?”.

Él le explicó que iba a Medicina Legal, que debía encontrar a Carlos. “Yo soy amiga del doctor Liechtenberger, el director –le contó ella–. Explíquele que va de parte mía”.

Fue. El doctor Liechtenberger lo recibió gentilmente. El primer día examinó con él decenas de cadáveres. El de Carlos hubiera sido fácil de identificar: tenía braquets (que en ese entonces eran una curiosidad), y por culpa de un accidente le faltaban dos dedos del pie izquierdo y tenía una cicatriz enorme en el brazo del mismo lado. No estaba.

Volvió el 9. Esta vez lo acompañó una funcionaria. Examinó otro cúmulo de cadáveres. Nada. Mientras estaba en su tarea miserable, vio cómo se llevaban dieciocho bolsas con cuerpos no identificados. “¿Por qué hacen eso?”, preguntó alguien. La respuesta fue enfática: “Porqué el M-19 se va a tomar el edificio para rescatarlos”. Después sacaron veintitrés bolsas más.

Esa noche sonó el teléfono de su casa. “Mire –le dijo una voz oscura–, soy miembro de la inteligencia militar. Su hijo está vivo. Vaya a la Escuela de Caballería. Allá lo tienen. Lo están torturando terriblemente. Haga algo pronto porque, si no, lo asesinan”.

Corrió angustiosamente. Una vez y otra vez y otra la misma voz lo golpeaba en el cerebro: “Mi hijo está vivo, está vivo, mi hijo está vivo”. El tiempo volaba. Buscó a alguien que conociera a alguien que conociera a alguien que pudiera ayudarlo. Resultó ser un capitán del Ejército.

–Dígame –le dijo.

–Mi hijo esta vivo. Está aquí. Él no es guerrillero. Nosotros odiamos a esa gente. Haga algo. Quiero que me lo devuelvan. Como esté, no importa, pero que me lo devuelvan.

–No sé nada –le dijo el capitán–. No he visto nada. Voy a averiguar. Vuelva mañana.

–Pero...

–Ya le dije: vuelva mañana.

Volvió. El capitán no estaba. Lo esperó hasta el agotamiento. Por fin apareció:

–No sé nada. No pude averiguar nada.

–Pero es mi hijo. Haga algo por él, por favor, ¡es mi hijo!

–Mire –le dijo aparte–, lo único que sé es que hay detenidos.

Unos días más tarde se encontró con Ariel Serrano Sánchez, un amigo abogado, quien estaba en el Palacio en el momento de la toma. Le contó que lo detuvieron y lo llevaron a la Casa del Florero. Estando allí vio que, al mediodía del 7 de noviembre, entraban a Carlos y lo subían al segundo piso. Eso fue todo. Después, cuando Enrique pidió que le tomaran una declaración, se fue por las ramas. Habló y habló y habló. Pura paja. Sobre Carlos no dijo una palabra.

Después fundó la Asociación de Familiares de los Desaparecidos del Palacio de Justicia. Comprobó que eran trece: Carlos y los otros seis empleados de la cafetería: Cristina del Pilar Guarín (quien reemplazaba a Cecilia, esposa de Carlos), David Suspes (el cheff), Luz Mery Portela León (quien reemplazaba a su madre, ausente por enfermedad), Ana Rosa Castiblanco, Bernardo Beltrán y Gloria Stella Lizarazo; Norma Constanza Esguerra, proveedora de pasteles; Gloria Anzola de Lanao, una prestigiosa abogada, sobrina de la magistrada Aydeé Anzola Linares; Lucy Amparo Oviedo, quien iba en busca de una recomendación; y, originalmente, dos guerrilleras: Irma Franco Pineda y Clara Helena Encizo. Ambas fueron reconocidas por varios testigos que las vieron en la Casa del Florero. De la primera no se volvió a saber jamás. La segunda apareció después y escribió un libro.

Sobre los primeros, el Tribunal Especial de Instrucción emitió un dictamen categórico: “Para el Tribunal es evidente que no tenían vinculación alguna con la guerrilla. Eran rehenes como cualesquiera otros”. De donde saca una conclusión de la misma manera que un mago podría sacar un conejo de su sombrero de copa: la guerrilla los condujo al 4° piso y los asesinó igual que a todos.

A Enrique lo sorprendió la insoportable levedad de la especie:

–¿De qué manera llegaron al 4° piso? –les preguntó a los magistrados ad-hoc mientras adelantaba sus investigaciones.

Y uno de ellos, Jaime Serrano Rueda, contestó muy orondo:

–Por una escalerita que salía de la cafetería.

–Pero si esa escalerita sólo llegaba hasta el 2° piso –dijo Enrique.

Esa noche vio cómo, linterna en mano, los investigadores terminaban su “investigación” para acomodarla a los hechos.

Pero eso fue antes, cuando las cosas andaban más o menos bien. Porque después fue peor. En agosto de 1988, un informante del Ejército, Ricardo Gámez Mazuera, arrepentido de las muchas tragedias y crímenes en que había tomado parte, abandonó su trabajo y solicitó a las autoridades algunas investigaciones. “Como participante activo en tareas de inteligencia durante los hechos del Palacio de Justicia –escribió–, doy testimonio de lo siguiente...”. Y comienza. Cuenta el caso de Ruth Mariela Zuluaga de Correa, secretaria de Carlos Medellín, quién murió torturada. De Almarales, el jefe del comando del M-19, capturado vivo, asesinado en el batallón Charry Solano y devuelto al Palacio “para ser sacado de allí entre los muertos”. Del misterioso cadáver de un visitante, que apareció cuatro días después con una cédula falsa. Del intento de asesinato de Myriam Vásquez. Y de Carlos.

“El señor Carlos Augusto Rodríguez Vera, administrador de la cafetería del Palacio de Justicia, salió del Palacio y fue llevado a la Casa del Florero sin ninguna lesión. De allí fue enviado a la Escuela de Caballería por orden del coronel Alfonso Plazas Vega, quien dio las siguientes instrucciones: ‘Me lo llevan, me lo trabajan y cada dos horas me dan informes’.

“El coronel Plazas se basó en la hipótesis de que en la cafetería del Palacio se habían escondido armas previamente al asalto y por ello ordenó torturar al señor Rodríguez ‘por cómplice’.

“El señor Rodríguez Vera fue sometido a torturas durante cuatro días, sin suministrársele ningún alimento ni bebida. Fue colgado varias veces de los pulgares y golpeado violentamente en los testículos mientras colgaba; le introdujeron agujas en las uñas y luego le arrancaron las uñas.

“Él siempre manifestó que no sabía nada de nada ni entendía lo que estaba ocurriendo.

“Quienes estuvieron al frente de estas torturas fueron: el capitán Luz, de aproximadamente 1.78 de estatura, 80 kilos de peso, cabello crespo negro, bigote, acento cercano al costeño. Y otro capitán de pelo rubio, quien manejaba entonces un Nissan.

“El señor Rodríguez murió durante las torturas. Su cadáver fue enterrado en secreto, probablemente en “los polvorines”, cerca al sitio donde se hacen prácticas de polígono, en la misma Escuela”.

En este país decir esas cosas equivale a estar loco o a ser delincuente. Y claro: Gámez fue declarado loco. Y delincuente.

Tres días, seis meses, dos años, quince años. Durante ellos Enrique vivió una zozobra: la de perseguir a su hijo. Y otra más: la de las amenazas.

Al comienzo su oficina aparecía todas las mañanas abierta y en desorden. Se perdían papeles, encontraba reburujos de testimonios y documentos. La cerró. Entonces al asunto pasó al apartado aéreo. Lo canceló. Entonces se intensificaron unas llamadas que, sobra decirlo, comenzaron en el mismo momento de la tragedia. Las desafió. “No pierdan tiempo –les dijo a los asesinos– mátenme de frente”. Entonces amenazaron a César Enrique, su otro hijo, y a Cecilia, su nuera. Y pasó el tiempo. Y se hizo viejo. Y mataron a José Eduardo Umaña. Y no hubo justicia. Todavía habla, pero su vida no es la misma. Ha perdido la memoria y le duele una pierna. Cojea. Cuestión de la columna.

Ahora comenzaron a exhumar lo cadáveres. No cree en eso. Si aparecen en la fosa común, sería cierto que los guerrilleros se llevaron a los empleados de la cafetería del 4° piso y eso es imposible. Físicamente imposible. Pero dicen que encontraron los restos de Ana Rosa Castiblanco y que los sometieron a la prueba de ADN y que esos son sin duda alguna. Sin duda para ellos. Ana Rosa estaba a punto de dar a luz, tanto que llevaba la orden de hospitalización en la cartera. Si es así, sí es Ana Rosa, ¿dónde está el feto? Una de dos: o aparecen los restos de un cuerpo que ya estaba debidamente formado y que no puede haberse diluido, o la asesinaron después de haber tenido el hijo. De lo contrario, que sigan buscando, que excaven en la Escuela de Caballería, y que hagan las exhumaciones que quieran y los exámenes más completos a su alcance, para demostrar, precisamente, que los cadáveres no están en esa fosa. Esos cadáveres no son los cadáveres. Y, por fortuna, la ciencia puede comprobarlo.

Pasa la lluvia. El hombre, cansado de cavilar, deja atrás su ventana. El desayuno está listo. Mientras espera que se enfríe el café piensa que el culpable tiene nombre propio, que los asesinos actuaron bajo sus órdenes, que no hubo el tal golpe de Estado que ahora se proclama. Y espera. La vida se le ha convertido en una larga espera. Como a veces sucede.

Marcela:
Hablando de Coronel Plazas Vega... saludo la memoria de Eduardo Umaña... su hijo es un amigo del alma y un personaje tan valioso como su padre...
Ya que Fernando nos envia sus escritos yo, que no puedo escribir así (porque Aristóteles y Kant me jodieron el estilo) me atrevo a enviar para compartir con ustedes lo que ha escrito Camilo Umaña, hijo de Eduardo y gran amigo... está dirigido a los y las desaparecidos/as de Palacio...

Sentencias de muerte

Para los y las familiares de l@s desaparecid@s del Palacio de Justicia,

Nacimiento y muerte son determinantes. Significan uno y otro extremo, delimitación. Las arenillas que se mesen en los relojes.
Poco después de nacido un algo conmocionó el ambiente que me rodeaba. Yo no sabía sino de madre y padre, pero se hablaba de un Palacio, de la pobre gente, de guerra y de muerte y de balas y de una serie de cosas que en cierta medida me hubiera gustado nunca entender, haber proseguido en la ternura indefinidamente, infinito.

Cuando se es pequeño poco importan las profesiones, porque se quiere saltar, gritar, reír, llorar, correr; no importa el dinero porque importan las paletas y los patines; no importan los museos sino esos sitios gloriosos donde hay árboles, y cucarrones, y columpios, y los siempre apreciados amigos de ocasión.
Siempre veía a mi padre grandote, con corbatas desencajadas, oliendo a cigarrillo como una chimenea deambulante. Me enteré entre los bordes de mi novel vista que mi padre cargaba un maletín rojo de cuero con un cierre duro dorado porque allí tenía historias e injusticias y que en su barba que picaba cuando lo saludaba de beso yacía el impulso, las palabras, la dicción de su justicia, su quehacer.

Sabía muy poco de personas, porque el universo del niño se compone de figuras más íntimas, De personajes más que de personas. Entre esos figurantes uno está al tanto de la palabra familia: hay viejitos y se llaman abuelos, hay jóvenes y se llaman primos, hay cálidos y se llaman tíos.
El problema de los nombres siempre se me dificultó: la palabra familia se amplió en un abanico gigantesco, se plurificó en la sala misma de mi casa. “Doctor, En la portería está la familia guarín”, “Llegaron los rodríguez, José Eduardo”… Había que preparar tinto, tener agua a la mano, pañuelos desechables y un abrigo invisible de sonrisas y abrazos.
Entre esas familias que no eran la propia siendo la mía, había una presencia mística, siempre lo noté: de niño se es extraordinariamente lúcido y sensible.
Se escuchaban los ecos en sus pasos, se veían en las flores siemprevivas de los homenajes sus rostros, se gustaban en sus lágrimas, se acariciaban en sus sombras: desaparecidos me explicaban.
Sabiendo tan poco de la vida, me contaban que los desaparecidos eran seres que estaban sin estar. Yo recuerdo que pensaba en los seres mágicos (dragones, gnomos, sirenas, magos…) que veía en mi cotidianeidad de juego (y que nunca me han abandonado), y los fui asimilando y trayendo a mi conocimiento, paulatino, como una llovizna suave que en un trueno arrecia.

Esa presencia mística, poco a poco me llevó a entender la inmensa oportunidad que significaba llegar a casa y poder abrazar a mi papá y a mi mamá; paso a paso fui comprendiendo que el amor y la vida son inasibles, vaporosos, cuestión de instante, pero que se sienten  fuertes cuando abrazas y vigorosos cuando besas, abundantes cuando recuerdas y generosos cuando carcajeas, son la única experiencia que me llevaré de este mundo de muerte que injustamente arrebata y arrebata.

En medio de todo eso crecía en mí un adulto que no pude refrenar y que hoy en día se escapa en el golpe de vista del espejo. Supe que mi padre era amenazado, que lo hostigaban. Supe que caía muerto por balas asesinas. Supe que las familias que eran la mía corrieron despavoridas, como yo mismo lo hice, unos con unos, otros con otros. Supe de miedo, de huída, de dolor, desesperanza.

Les digo, cada vez encajo más categorías en mi pensamiento, pero al parecer cada vez comprendo menos, no entiendo porqué muchos de ustedes no pudieron tener la oportunidad de continuar, porqué el aprendizaje ha sido tan violento, porqué el sufrimiento se ha extendido con tal facilidad, porqué la esperanza no ahoga el olvido, porqué yo mismo no tuve la oportunidad.

Hoy quería hacer este alto para comunicarme desde la distancia de este escrito y contarles que me acuerdo de ustedes, de sus rostros, de sus angustias, hoy quería recordar lo que saben,  que mi padre los llevó en el corazón y en el alma, que hoy es un día de coraje, que hoy hay una presencia más junto con los suyos: el mío.

Hoy: más vale morir por algo que vivir por nada.
Camilo Umaña


Armando:
YO, ISABEL Y FAMILIA ESTAMOS TODOS EN CASA DE FIESTA POR ESA " PEQUEÑA PUERTA HACIA LA ESPERANZA QUE HOY SE ABRE" CON LA CONDENA DE PLAZAS EL CARNICERO DE LA PLAZA.

Pancho:
Yo también estoy emocionado y de fiesta, aquí estoy en compañía de todos mis hermanos desaparecidos y muertos en todos estos años de terror fascista.
Aqui estoy celebrando este día de alegría, no sé hasta donde llevarán a este asesino, pero ya la sentencia es un suceso para festejar.
Esta noche, han venido a celebrar conmigo, Jaime Pardo Leal, Bernando Jaramillo, Hector Abad Gómez, Pedro Luis Valencia, Carlos Gónima López, Pacho Gaviria, Hernando Gutierrez, José Antequera,Miller Chacón,  Leonardo Posada, Jesús María Valle, Albeiro Marulanda, Jorge Soto, Angel Quintero, Claudia Monsalve, Leonardo Betancur, Luis Felipe Vélez, Luis Fernando Vélez...Siguen llegando más hermanos desaparecidos, asesinados.
Ah! Y ya compré el ron para cuando le toque el turno al Carnicero de Urabá: Rito Alejo del Río, ese día echaré la casa por la ventana

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