Fernando escribió: Debo hacer silencio: ¡ha muerto José Saramago!
En mi libro Banquete de Cronos, encuentro este texto:
SARAMAGO Y MOSCAS
En la página 203 del libro que acabo de leer permanecerá para siempre una mosca, esta mosca. Venía de mucho antes, del momento en que Saramago la escribió, el 12 de enero de 1994, cuando él entendió cómo funciona la cabeza de los realizadores de cine, que saben que lo real no es un uno “que nos mira con el ojo mil veces facetado de la mosca”, y que en consecuencia proceden “oscilando entre la exigencia de una
razón organizadora y la fascinación del caos”. Así pues, deduce cualquiera, el autor no conocía la cabeza de los realizadores de cine pero sí el ojo de la mosca, y ese conocimiento venía de antes, de la época en que fue niño, o muchacho, y sabía “por crueldad y experimentación” que las patas de la mosca doméstica común son seis y no cuatro como dijo Aristóteles, y como repitieron los autores siguientes “por los siglos de los siglos”. Saramago recoge el error en su libro contra los dogmas, como él mismo define la Historia del cerco de Lisboa, y lo hace muy al comienzo, en la página 24 de mi edición de consumo, tomado por él del Diccionario de Rarezas, Inverosimilitudes y Curiosidades, que existe en la biblioteca de Raimundo Silva pero que quién sabe si exista en las demás. Y no porque Raimundo Silva sea un bibliómano consumado, sino porque así lo demuestra la burla que hace el autor del crítico literario que confirma “con toda seriedad” las palabras del Libro de los Consejos en el epígrafe del mismo: “Mientras no alcances la verdad, no podrás corregirla. Pero, si no la corriges, no la alcanzarás”. Como cualquier crítico, el crítico pontifica. Y de él nos reímos todos cuando, años después, Saramago le explica que el Libro de los Consejos no existe. No existe. Aunque el pobre crítico, caído en el error, no se distinga de los lectores del común. Y quien haya pensado lo contrario que lance la primera piedra.
Juegos de autor, juegos de lector, juegos que se establecen entre ambos. Desde febrero de 1997, en Lisboa, tal vez motivado por una serie de silencios y de desolaciones, decidí dejar sobre mis libros leídos un recuerdo de mosca. ¿Por qué no? Si son mis libros... si con ello no le hago daño a nadie... Desde entonces, cada vez que encuentro la palabra mosca, dibujo al margen un pequeño bicho de negro cuerpo y alas grisáceas y, claro, las cuatro patas de Aristóteles para que no se diga que yo contradigo en algo las enseñanzas de mis maestros. De esa manera, encontrar una mosca en una página se ha convertido para mí en algo similar a encontrar un diamante. Saramago jamás me ha decepcionado. Siempre hay una o dos, dos veces tres, tres veces cuatro. No más de cuatro. Y, fíjense ustedes, un sistema tan minucioso como este es un vehículo de verdad. Porque puesto en el asunto, me veo obligado a confesar a estas alturas que aún no sé cuántas haya más allá de la página 63 del Viaje a Portugal, o en los dos libros de poemas o en las cinco obras de teatro, o en los dos libros de crónicas, o en las tres primeras novelas (Tierra de Pecado incluida), o en los álbumes de fotografías que él ha ilustrado (supongo) con textos precisos de impecables e implacables miradas, dado que no he leído nada de eso e ignoro por completo cuántos ejemplares de esta maravillosa especie zoológica figuren en todos y cada uno de ellos. Entre paréntesis, déjenme decirles que, de no ser por este sistema, yo hubiera quitado mi discreto “supongo” y habría hecho una de esas afirmaciones rotundas tan caras a los autores de notículas como esta. Pero lo que sí sé decir es que en la página 25 del Viaje a Portugal, Mosca es el nombre de un paso a nivel entre Romeu y Bragança, mientras que en la 63, que es donde algún día retomaré la lectura, las moscas no vienen al olor de las algas al aire libre. Ahora, en la 72 de El Evangelio según Jesucristo vuelan alrededor de las colas de los camellos, tan apretados en un caravasar que no hay siquiera espacio para que se las sacudan. Cuatro veces se habla de las moscas en El Evangelio. Allá, importunando a los camellos, y luego, siempre según mis ediciones nada pretenciosas y sí muy rayadas y subrayadas y anotadas hasta el agotamiento, las que hay que espantar del cadáver de José, el padre de los hijos de María, “que vienen al olor de la sangre” (página 129); y la mosca segunda acepción, vale decir, el pelo que, según el diccionario que lo recoge de la vida, nace entre el labio inferior y el comienzo de la barba (página 152); y aquella que sirve al autor –no al narrador–, para prevenir al ingenuo Jesús cuando, en la página 163, después de interrogar al escriba sobre la culpa se dirige a la tumba de los veinticinco niños asesinados por Herodes, y oye que casi veintiún siglos después alguien le susurra al oído “hay un momento, rozando casi la telaraña, en que la mosca estaría aún a tiempo de escapar de la trampa”. Pero él, Jesús, no oye, porque sus oídos están sordos a todo lo que no sea su destino de hombre de catorce años que lo lleva irremediablemente hacia la cueva donde nació y de allí, irremediablemente también, a los brazos de María Magdalena.
Eso en El Evangelio. Pero, como ocurre lo mismo en los demás libros, enumerar todas y cada una de las veces en que Saramago habla de las moscas convertiría este asunto en un mosquero insoportable. De manera que me limitaré a resaltar que hay moscas diversas y diversas moscas, cadáveres de moscas, moscas inquietas y advertencias sobre moscas. “Todo el mundo sabe que siendo cierto que no es con vinagre como se atrapan moscas –dice sabiamente en la página 65 de Todos los nombres–, tampoco es menos cierto que algunas ni con miel se dejan atrapar”. E imágenes desoladas como la de la página 201 de El año de la muerte de Ricardo Reis, cuando Lidia abandona por un momento su trabajo en el inolvidable –y desmantelado– Hotel Bragança para visitar a un heterónimo convertido en ortónimo por obra y gracia de la muerte, y sabe que se va a ir con él a la cama, precisamente a esa cama que ve ahí, en el dormitorio, pero no ahora porque ahora sólo es el tiempo de descubrir que “en esta casa lo que sobra es polvo”, y que “hasta a las arañas les envejecen las telas, el polvo las vuelve pesadas, un día muere el insecto, queda el cuerpo seco, las patas encogidas en su cúmulo aéreo, con los restos casi polvorientos de las moscas, nadie escapa a su destino, nadie queda para simiente, esta es una gran verdad”.
Saramago y moscas. O Dostoyevski y moscas. O Duras y moscas. Formas de releer lo que ya se ha leído. O de encontrar caminos de deterioro en libros destruidos por las pesadas anotaciones, en espacios que alguna vez fueron míos y que no volverán a serlo nunca. Hasta que dentro de muchos años mis hijos vuelvan cualquier página y encuentren ese cadáver, cuerpo negro, alas grises y patas aristotélicas, y piensen que por ahí pasé yo, con mis silencios y mis alegrías y mis amores y mis desolaciones.
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