Fernando G escribió:
Queridos todos:
Remito de nuevo el envío de Armando Orozco sobre Antero Agualimpia, esta vez sin tantos mensajes como los que traía el original por donde, uno nunca sabe, se puede colar algún spam incómodo.
Lo hago como un homenaje a Antero, el grande, solitario y discreto músico del Pacífico colombiano.
En 1976, diez años después de que el arquitecto Orozco, autor de la semblanza, fundara su "Conjunto de Cantos y Danzas Folclóricas del Chocó y de la Costa Pacífica", me nombraron como Director de Divulgación Cultural de la Universidad Nacional. Llegué de Cali, donde vivía en ese momento, y me enfrenté a un reto enorme. Atravesábamos una época en que los estudiantes tenían una vigorosa presencia en la vida del país. Había menos facebook y más plaza pública, menos olas verdes y más acción política, menos imagen y más conciencia.
Remito de nuevo el envío de Armando Orozco sobre Antero Agualimpia, esta vez sin tantos mensajes como los que traía el original por donde, uno nunca sabe, se puede colar algún spam incómodo.
Lo hago como un homenaje a Antero, el grande, solitario y discreto músico del Pacífico colombiano.
En 1976, diez años después de que el arquitecto Orozco, autor de la semblanza, fundara su "Conjunto de Cantos y Danzas Folclóricas del Chocó y de la Costa Pacífica", me nombraron como Director de Divulgación Cultural de la Universidad Nacional. Llegué de Cali, donde vivía en ese momento, y me enfrenté a un reto enorme. Atravesábamos una época en que los estudiantes tenían una vigorosa presencia en la vida del país. Había menos facebook y más plaza pública, menos olas verdes y más acción política, menos imagen y más conciencia.
Las autoridades universitarias
no lo sabían, pero yo iba dispuesto a cambiar el criterio "selecto" que
se le habían dado a las actividades culturales en la UN. Hice entonces
en el auditorio, que era una especie de Sancta Sanctorum, un festival de
teatro, que se llamó "El teatro en su casa", llevé a los grandes poetas
a que leyeran sus versos (allá estuvo Luis Vidales, mi querido Pantxo),
abrí las puertas del museo a los jóvenes que "hacían locuras", invité a
los estudiantes a que gritaran sus consignas revolucionarias en un
espacio que, en mi concepto, era enteramente de ellos... Los estudiantes
no me querían, claro está (ellos no podían querer a nadie que formara
parte de la administración), pero aprovechaban mi buena voluntad hacia
ellos. Y fue con ellos con quienes en los dos años que duró mi gestión
hicimos grandes cosas.
Bueno, mi cuento iba hacia Antero. Por los corredores del inmenso auditorio desfilaba, siempre silencioso y solícito, el mensajero. Era un hombre alto y seco, gentil, que aparecía y desaparecía como las sombras. "Antero -le ordenaba yo-, por favor, lleve estos papeles a la Rectoría". "Antero, ¿qué pasó con la respuesta del Museo?". Y Antero, Antero Agualimpia, nunca decía nada. Llegaba cumplidamente, salía a su hora, estaba en los conciertos, miraba en silencio, sonreía.
Un día alguien me preguntó: "¿Usted sabe quién ese ese señor?". "Claro -contesté yo- es Antero Agualimpia, el mensajero". "No -me contestó el otro- Antero Agualimpia no es un mensajero. Antero Agualimpia es uno de los grandes músicos colombianos". "¿Antero?", pregunté asombrado. "¿Este Antero?". "Este Antero", me respondió. "Este Antero es el autor de 'El tío guachupecito'". "No puede ser", exclamé yo, que me sabía de memoria "El tío guachupecito", y lo consideraba una de las grandes obras del folclor del Pacífico. "Así es", me contestó el otro. Y me dejó solo con mis pensamientos.
Esa noche oí varias veces "El tío guachupecito". ¡No podía creerlo! A la mañana siguiente lo llamé a mi oficina: "Dígame una cosa, Antero, ¿es cierto que usted es músico?". "Eso dicen" me dijo socarronamente. "¿Y es intérprete o compositor?" "Las dos cosas, pero las dos cosas sólo más o menos". "Ajá. ¿Y qué instrumento toca?". "El clarinete". "Bueno, pues tiene que traerlo para que hagamos acá una sesión con su música. Y como compositor, ¿qué ha hecho?". "Bueno -me dijo con su sencillez invencible-, creo que lo que más se conoce es 'El tío guachupecito'". "¿El tío guachupecito? Pero si, en el mejor de los casos, las grabaciones dicen que 'El tío guachupecito' es de autor anónimo". "Eso dicen -me contestó sonriendo-, y tienen razón, porque si hay alguien totalmente anónimo ese soy yo".
Así nos hicimos amigos. No pude sacudirle de encima sus labores de mensajero, porque los estatutos burocráticos son rígidos y despiadados. Pero sí lo invité a un concierto. La noche en que él salió a la boca del auditorio, que ya se llamaba "León de Greiff", y elevó su clarinete hacia el cielo tocando "El tío guachupecito", con un corazón que se desbordaba y nos conmovía a todos, supe para qué debe servir la administración cultural, cuál es la razón de ser que tiene entre los hombres.
Antero no murió en 1978, como dice el arquitecto Orozco. Murió en 1977. Un sábado, por la mañana, recibí una llamada. Era la policía. En una casa de inquilinato del barrio de Las Cruces había muerto un hombre que tenía un carné de empleado de Divulgación Cultural de la Universidad Nacional. ¿Era yo el director? "Sí -le dije a la áspera voz que me interrogaba de esa manera tan directa-. ¿Quién es el hombre?". "Era -me contestó-. Se llamaba Antero Agualimpia".
Corrí como alma que lleva el diablo. En la habitación, donde reinaba el orden que imprime la pobreza absoluta (no hay nada qué esté desordenado porque sencillamente no hay nada), estaba el cadáver de Antero bajo una sábana que había prestado una de sus vecinas.
"¿Cómo murió?" le pregunté a alguno de los que se agolpaba en la puerta. "Debió ser un infarto. Esta mañana alguien vino a preguntarle alguna cosa, y lo encontró muerto". "Es necesario llevarlo al anfiteatro para que le hagan la autopsia", me dijo el policía. "¿Conoce usted a algún pariente?" "No tenía parientes", le contesté. "¿Algún amigo?". "No tenía amigos". "¿Qué hacemos, entonces?", me preguntó. "Yo asumo toda la responsabilidad", le dije. "Y trátenlo con respeto, porque este señor era un gran músico".
Después de las diligencias judiciales (el resultado: un infarto fulminante), lo llevamos a los oficios religiosos en la Universidad Nacional. Éramos muy pocos, poquísimos, no más de diez personas. Nadie habló, todos estaban de afán, tal vez para no perderse los partidos de fútbol del campeonato nacional. Y luego, no más de cinco personas, lo llevamos hasta el Cementerio Central. Su cuerpo quedó en una de esas fosas que formaban las "paredes de muertos" del cementerio. De allí debió desaparecer y pasar a la fosa común de la que habla el autor de la crónica. Esos huesos no son nada. Pero la memoria de Antero Agualimpia debe comenzar a formar parte de la de quienes sepan con qué dificultades se ha construído Colombia.
"El tío guachupecito" está en http://www.youtube.com/watch?v=m7yag2Po97Y Bien por las imágenes de Manuel Zapata Olivella, de Diego Luis Córdoba y de Alfonso Córdoba. Pero hubiera sido mejor una de Antero Agualimpia. Él sí que era el santo negro del que habla su canción.
Gracias René Orozco. Gracias Armando,
Fernando
Bueno, mi cuento iba hacia Antero. Por los corredores del inmenso auditorio desfilaba, siempre silencioso y solícito, el mensajero. Era un hombre alto y seco, gentil, que aparecía y desaparecía como las sombras. "Antero -le ordenaba yo-, por favor, lleve estos papeles a la Rectoría". "Antero, ¿qué pasó con la respuesta del Museo?". Y Antero, Antero Agualimpia, nunca decía nada. Llegaba cumplidamente, salía a su hora, estaba en los conciertos, miraba en silencio, sonreía.
Un día alguien me preguntó: "¿Usted sabe quién ese ese señor?". "Claro -contesté yo- es Antero Agualimpia, el mensajero". "No -me contestó el otro- Antero Agualimpia no es un mensajero. Antero Agualimpia es uno de los grandes músicos colombianos". "¿Antero?", pregunté asombrado. "¿Este Antero?". "Este Antero", me respondió. "Este Antero es el autor de 'El tío guachupecito'". "No puede ser", exclamé yo, que me sabía de memoria "El tío guachupecito", y lo consideraba una de las grandes obras del folclor del Pacífico. "Así es", me contestó el otro. Y me dejó solo con mis pensamientos.
Esa noche oí varias veces "El tío guachupecito". ¡No podía creerlo! A la mañana siguiente lo llamé a mi oficina: "Dígame una cosa, Antero, ¿es cierto que usted es músico?". "Eso dicen" me dijo socarronamente. "¿Y es intérprete o compositor?" "Las dos cosas, pero las dos cosas sólo más o menos". "Ajá. ¿Y qué instrumento toca?". "El clarinete". "Bueno, pues tiene que traerlo para que hagamos acá una sesión con su música. Y como compositor, ¿qué ha hecho?". "Bueno -me dijo con su sencillez invencible-, creo que lo que más se conoce es 'El tío guachupecito'". "¿El tío guachupecito? Pero si, en el mejor de los casos, las grabaciones dicen que 'El tío guachupecito' es de autor anónimo". "Eso dicen -me contestó sonriendo-, y tienen razón, porque si hay alguien totalmente anónimo ese soy yo".
Así nos hicimos amigos. No pude sacudirle de encima sus labores de mensajero, porque los estatutos burocráticos son rígidos y despiadados. Pero sí lo invité a un concierto. La noche en que él salió a la boca del auditorio, que ya se llamaba "León de Greiff", y elevó su clarinete hacia el cielo tocando "El tío guachupecito", con un corazón que se desbordaba y nos conmovía a todos, supe para qué debe servir la administración cultural, cuál es la razón de ser que tiene entre los hombres.
Antero no murió en 1978, como dice el arquitecto Orozco. Murió en 1977. Un sábado, por la mañana, recibí una llamada. Era la policía. En una casa de inquilinato del barrio de Las Cruces había muerto un hombre que tenía un carné de empleado de Divulgación Cultural de la Universidad Nacional. ¿Era yo el director? "Sí -le dije a la áspera voz que me interrogaba de esa manera tan directa-. ¿Quién es el hombre?". "Era -me contestó-. Se llamaba Antero Agualimpia".
Corrí como alma que lleva el diablo. En la habitación, donde reinaba el orden que imprime la pobreza absoluta (no hay nada qué esté desordenado porque sencillamente no hay nada), estaba el cadáver de Antero bajo una sábana que había prestado una de sus vecinas.
"¿Cómo murió?" le pregunté a alguno de los que se agolpaba en la puerta. "Debió ser un infarto. Esta mañana alguien vino a preguntarle alguna cosa, y lo encontró muerto". "Es necesario llevarlo al anfiteatro para que le hagan la autopsia", me dijo el policía. "¿Conoce usted a algún pariente?" "No tenía parientes", le contesté. "¿Algún amigo?". "No tenía amigos". "¿Qué hacemos, entonces?", me preguntó. "Yo asumo toda la responsabilidad", le dije. "Y trátenlo con respeto, porque este señor era un gran músico".
Después de las diligencias judiciales (el resultado: un infarto fulminante), lo llevamos a los oficios religiosos en la Universidad Nacional. Éramos muy pocos, poquísimos, no más de diez personas. Nadie habló, todos estaban de afán, tal vez para no perderse los partidos de fútbol del campeonato nacional. Y luego, no más de cinco personas, lo llevamos hasta el Cementerio Central. Su cuerpo quedó en una de esas fosas que formaban las "paredes de muertos" del cementerio. De allí debió desaparecer y pasar a la fosa común de la que habla el autor de la crónica. Esos huesos no son nada. Pero la memoria de Antero Agualimpia debe comenzar a formar parte de la de quienes sepan con qué dificultades se ha construído Colombia.
"El tío guachupecito" está en http://www.youtube.com/watch?v=m7yag2Po97Y Bien por las imágenes de Manuel Zapata Olivella, de Diego Luis Córdoba y de Alfonso Córdoba. Pero hubiera sido mejor una de Antero Agualimpia. Él sí que era el santo negro del que habla su canción.
Gracias René Orozco. Gracias Armando,
Fernando
____________________________________________
Armando envió:
Cómo
Imaginar A Un Antero Agualimpia
Por
René Orozco Echeverry
La
soledad le acompaño hasta la muerte, a los 20 años de su
desaparición, el legado de su obra musical está presente en
el acontecer cotidiano, al lado de otros grandes compositores del
pacifico chocoano.
Como
imaginar a un Antero Agualimpa, potentado, lleno de preseas y
condecoraciones otorgados a este magistral compositor, ejecutante de
la Guitarra, de la Bandola y del Tiple ó como un pachá acostado
sobre su fama de ejecutante del más bello de instrumentos de
viento, el lírico clarinete, que se le dio la importancia merecida
saboreo las mieces de la gloria en vida excepcionalmente peculiar por
su lealtad al instrumento que lo acompaño hasta que el viento no
pudo salir de su garganta, por la caña que acaricio con sus
labios en toda su existencia, a la “boquilla” corroída, y
masticada, que hizo brotar brillantes sonidos melódicos, románticos,
heráldicos y épicos cuando las circunstancia lo llamaron a la
batalla.
Todas
estas verdades a medias, que se aproximan a su talante es
posible,
Antero
Agualimpia fue algo de esto, pero no todo; todas son verdades a
medias, pero toda la verdad no se ha dicho completamente, siempre
abran cosas que decir de este personaje fantásticamente peculiar.
Conocí
al maestro Antero Agualimpia desde que tuve uso de razón, podría
decirse de mejor forma que lo escuche, creo con poca de duda, que fue
a principios de la década de los años 40, cuando Agualimpia
era un hombre adulto, y yo era un niño, había llegado a Istmina a
tocar el matrimonio de Saulo Sánchez, egregio educados
chocoano.
En
esa oportunidad la “parranda”, mejor, su concierto duró igual
que el festejo, tres días y después con tres músicos que le
acompañaban partió para Condoto su tierra natal. Esa si fue
la primera vez que lo vi, allí al son de sus prodigiosas notas,
congregó medio pueblo y en medio de esa muchedumbre obsesionada con
su música, encantado me sume a oir las ejecuciones musicales de moda
en versión de hombre legendario, leyenda presente en carne y hueso.
Después lo volví a oír, mucho tiempo después, a eso del último
campanazo de la media noche, recuerdo con precisión era luna
llena, el conjunto de cuerdas de los hijos de Lorenzo Mosquera y el
violín de Rafael Ayala que acompañaban a éste solista,
iniciaron la serenata con las más exquisitas y bellas
melodías, que seguramente un enamorado furtivo hacia el honor a una
de mis hermanas, por su puesto esto hizo que mi padre entrara en
cólera, rabieta que duró muy poco y se fue desvaneciendo en la
medida que se percibían las voces de un clarinete
inconfundible que identificaba sin dificultad y develó el
inconfundible estilo del maestro, lo que hizo que mi padre exclamara
reconciliado y jovial: “ Silencio que el que esta tocando es
Agualimpia”. Después que terminaron las cinco piezas de rigor,
salió al balcón de nuestra casa Istmineña, aplaudió
mesuradamente y con todo respeto pidió a Antero que le
ejecutara, a título personal, “Tristezas del Alma”, val de su
predilección.
Antero
siempre encantando, grande, gigante cuando tocaba su instrumento
hermano y amigo inseparable del maestro, su carta de presentación.
En
silencio los aplausos premian su ejecución, y es alli precisamente
cuando la fama cobra su precio.
Dejo
de tocar, llevado la fama y por su condición privilegiada, de
artista premiado del cielo, austero y en silencio, río abajo toma el
ruta que le señala su Atrato magestuoso, se va con la
corriente lerda y tranquila, camino a lo desconocido y al olvido.
Nadie
volvió a verlo, nadie reclamo su presencia, lo dieron por muerto, no
se pregunto por él, ni tampoco donde se habría ido. Otros
“clarineteros” habían invadido su sitial, con méritos o no,
corroborando de alguna forma a borrarlo de la memoria del pueblo.
Más
pudo su grandeza, allá en la manigua en las balsas formadas con
trozas de cativo se parapetó y construyó cantoneras y tabla una
Choza. Ahora Anterito, como le llamaba cariñosamente, tenia ahora
por primera vez casa y alli lo encontré feliz, libre difícil de
desentrañar, siempre humilde pero siempre grande.
Antero
Agualimpia estaba en su “territorio” y había que respetar
su soberanía, hablamos, lo invité a que volviera a Quibdó,
le hable de los planes que tenia para Bogotá donde con grupo de
jóvenes de esa época integrábamos un movimiento para rescatar
valores innatos, y querer recuperar de todo lo que expresara nuestro
esencia e identidad concientes de la gran diversidad musical y
cultura inmaculada. Fui conciente que con esta invitación me estaba
yendo contra su propio establecimiento, no pude persuadirlo, a
cambio, de una canasta de pita sacó una botella de “viche”, me
invitó a tomar a pico, npo solo tomé sino que emborrache con el,
por solidaridad con su destino, cantamos y sin tardar, de un
envoltorio de papel periódico sacó su vetusto y destartalado
clarinete y ejecuto magistralmente su himno imperecedero “Tío
Guachupecito”, me emocionó hasta el llanto, llanto de impotencia e
incapacidad persuasiva, ante la evidencia de ver a un talento de esas
dimensiones se lo tragara la selva impunemente, desvaneciéndose en
los torrenciales aguaceros y las crecientes del río.
Sin
mirar atrás para no presenciar la cruda escena de dejar a un genio
de pie sobre una balsa primitiva con su instrumento, con su
música y el sudor que corría sobre su humanidad tostada por el sol
avasallador. Partí, pero quedaba en pie la invitación de
regresar a Bogotá; con esa esperanza, por rumbos diferentes,
golpeado por este encuentro patético, apesadumbrado lo deje en su
soledad infinita.
Me
tocó el honor de dirigir desde 1.966 un Grupo Cultural de la
Universidad Nacional de Colombia en Bogotá, que más tarde
denominara “ Conjunto de Cantos y Danzas folclóricas del Chocó y
Costa del Pacifico”.
No
dejé nunca de considerar que Antero podría cumplir la invitación
que años atrás le hice en el Bajo Atrato, siempre estaba en
pie esta oferta y añoré su presencia en el Conjunto como algo
esencial por sus calidades de compositor y de músico.
Unos
después año después se cumplió providencialmente aceptó la
oferta, llegó y, una hora después estaba concurriendo a los ensayos
del Conjunto de la Universidad.
A
partir de este momento recaía en mi la responsabilidad de su
permanencia y sostenimiento en capital. Fue oneroso al comienzo por
cuanto no disponía de recursos económicos para sufragar los gastos
requeridos por Antero, lo que me llevó a invertir en sus necesidades
vitales, el precario salario que devengaba como de “Monitor” en
la Facultad de Arquitectura hasta cuando y merced a la amistad
personal con Eugenio Barney Cabrera (+), Director de Extensión
Cultural de Universidad Nacional, conseguí se le nombrara en
el único cargo vacante de esa dependencia, de electricista; esto
permitió que se aflojaran las cargas y con relativa solvencia
podía ahora acompañarnos en esta empresa, y asistir a todos los
eventos e invitaciones de índole cultural dentro y fuera del país.
En
1997, como director de éste grupo, me honra el hecho de que
mediante concurso nacional y con jurados idóneas, fue
seleccionado nuestro “Conjunto” como el mejor para
participar en el Primer Festival de la Canción Universitaria en
Santiago de Chile, después vinieron invitaciones al Ecuador, Perú,
Venezuela y finalmente a México, siempre cosechando galardones para
la Universidad, el Chocó, la Costa Pacífica y Colombia.
De
esta cotidiana convivencia quedan mucho por decir, de su
temperamento, vocación, de músico abnegado, historias y anécdotas
para llenar muchas cuartillas, y una serie de fotografías tomadas en
el desaparecido pueblo de Armero, que ilustran esta reseña, imágenes
de la vida de un compositor, músico y de un inolvidable amigo que
marcó en mi su temperamento con la huella imperecedera de su
presencia eterna.
Antero
Agualimpia muere en Bogotá en 1978, sólo como lo deje en aquella
balsa un día en el río Atrato, nadie sabe donde está la tumba
donde reposan los despojos mortales de éste legendario hombre que
fue enterrado, como los grandes del arte musical, en una fosa común,
o será acaso, que quiero ignorarlo deliberadamente, para creer que
Antero Agualimpia vive para siempre.
Buenaventura,
2009-05-21
cuando murio meda peresa leer todo eso
ResponderEliminar